17 de junio de 2016

Reseña: Tres cuentos románticos, de F. Scott Fitzgerald.



Este libro llegó a mis manos de pura casualidad —es Fitzgerald, sé que no tiene ningún mérito—, pero fue en una feria de esas del libro antiguo, segunda mano y demás. Y es lo más agradable que he leído en tiempo. 


Lo dosifiqué. Como bien reza el título son tres cuentos románticos, aunque no hay grandes disquisiciones amorosas ni mucho menos. Lo que abunda en sus pequeñas páginas es el sentido del humor y la ironía. Y el apelativo romántico es simplemente porque tienen un «final feliz». Fitzgerald refleja una vez más las frivolidades que rodeaban a las personas de su tiempo con mordacidad. Y, claro, esto provoca que pases las páginas sonriendo.

Es Fitzgerald, cualquier momento es bueno para leerle. En mi caso he usado estos cuentos entre lecturas. Aunque entre el segundo y el tercero ha pasado menos tiempo. No me canso de repetir que hay que consumir ficción breve, y en este caso la calidad estaba asegurada, así que no hay excusas. Yo creo que hubiese desmerecido este librito si me hubiese leído las tres historias del tirón. 

Como todas las palabras que dedique a hablar del estilo de este hombre sonarán huecas, pues voy a repasar los tres cuentecitos, para que entendáis de qué coño estoy hablando.

El pirata de alta mar, el primero, y quizás el que menos me ha gustado. Protagonizado por una niña mimada, Ardita, que se enamora perdidamente de un pirata —hasta que se aburre, claro—. Ardita es altiva, una niña bien que ha huido de su familia, haciéndose la rebelde, en un velero, donde se dedica a tomar el sol y a leer. Puro postureo de los años veinte, vaya. Hasta, claro, que llega el pirata. 
Aunque en este cuento hay comicidad, comparado con los otros dos, es más sobrio, centrado en lo insustancial que es Ardita y cómo se ve atraída hacia alguien completamente opuesto a ella.  

Esta minifragmento refleja a la perfección la altanería de ella:
«—¿Por qué? ¿Con qué suelen deleitarte los hombres?
—Oh, hablan de mí —bostezó—. Me dicen que soy el espíritu de la juventud y la belleza.
—¿Y qué les respondes?
—Oh, les doy la razón tranquilamente.
—¿Es que todos los hombres que conoces te declaran su amor?
Ardita asintió.
—¿Por qué no iba a ser así? Toda vida es una progresión y luego un retroceso hacia una única frase: "Te amo". 
Carlyle rio y se sentó de nuevo. 
—Eso es muy cierto. No está... nada mal. ¿Se te ha ocurrido a ti?
—Sí... o quizá lo oí en alguna parte. No significa nada especial. Solo es ingenioso».  

Cabeza y hombros, mi favorito. Este relato es pura ironía y pura crítica, ya de paso. Horace es un estudioso, un joven prodigio cuyo mundo se ve puesto patas arriba cuando conoce a Marcia, una corista. Son opuestos. Él intelectual, pensador, y ella pura practicidad. La gracia del cuento es que se enamoran, él pospone su estudio y se ve obligado a trabajar de gimnasta —algo que evidentemente también se le da muy bien— y ella, como está en casa al quedarse embarazada, empieza a escribir. El intercambio de roles está servido. Y qué final. Me encanta.

La parte trasera del camello, es el más absurdo y divertido de los tres. En el prólogo se nos dice que Fitzgerald escribió este relato para poder comprarse un reloj de platino que costaba, por aquel entonces, 600$ —así se cotizaba su prosa—; empezándolo a las siete de la mañana y terminándolo a las dos de la madrugada. Estaba motivado, quería un precioso reloj, así que le salió un relato divertidísimo, con dosis de absurdo. Perfectamente estructurado, con ritmazo e impecablemente resuelto. Vamos, que cierras el libro con una sonrisa, pensando: qué cabrón —el personaje—. Se puede resumir fácilmente en que se disfraza de camello para casarse con su novia.

Bueno, creo que es imposible disimular lo que me ha gustado y lo bien que me lo he pasado leyendo este librito. En una edición comodísima, todo hay que decirlo. Así que solo me queda recomendarlo, como si necesitáramos excusas para leer a Fitzgerald. 

¡Juzga por ti mismo!

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