Cola de sirena
<<Relato Fantasía>>
No podían nadar más deprisa. Sus aletas no daban más de sí. Otra vez ellas cuatro se habían arriesgado a ir a esa zona y subir casi a la superficie. Los pesqueros japoneses rondaban esas aguas con sus redes y sus arpones preparados. Esquivarlos era difícil y en muchas ocasiones mortal, pero necesitaban comida, cada vez tenían menos alimento y su número, de por sí reducido, aún sería menor si no conseguían algo que llevarse a la boca.
Llevaban más de un año evitando a esos desalmados japoneses. Antes rara vez se cruzaban con ningún barco y, cuando lo hacían y eran vistas, se deshacían de ellos con la misma facilidad. Los japoneses, por su parte, al principio caían, pero ahora iban preparados para no escuchar su lamento y no sucumbir, lo que provocaba que muchas de las suyas perecieran en las expediciones.
Nadaban lo más rápido que podían, el alba estaba llegando y tenían que volver antes de que amaneciera, si las veían estaban muertas. No eran suficientes para hacerles frente, su única ventaja era la profundidad del océano. Pero a tanta profundidad no vivían los peces que les servían de alimento, de ahí la necesidad y el riesgo de emerger.
—¡Daos prisa! —gritó Yanira.
Le pareció ver un destello en la superficie. Ya no había duda, las habían visto, genial. Aumentó el ritmo, pero no podía más, tenía los músculos agarrotados. Primero lo sintió, luego lo oyó. El crujido de las escamas al ceder se expandió por el agua. Una punta de afilado acero sobresalía del bajo vientre de una de las suyas. Yanira se paró en seco, y sus tres hermanas hicieron lo mismo. Fue una fracción de segundo, vieron el pánico en los ojos de la herida. Todo su cuerpo se sacudió con un latigazo y comenzó a subir a gran velocidad hacia la superficie, con el arpón atorado en su estómago tirando de ella, hasta que la perdieron de vista. Reaccionaron y siguieron nadando, hasta el fondo. Unas lloraban, Yanira no. Lo iban a pagar, iba acabar con esos patéticos humanos uno a uno.
En la lonja todo era un desorden. Numerosos pescadores iban y venían cargados con cajas y cubos con sus presas recién adquiridas. Kaito intentaba no tropezarse y no soltar la cola, que aún se movía entre sus brazos. Los otros pescadores se giraban al verles, hasta los que se pavoneaban de cazar ballenas. Ahora eran ellos los más admirados, llevaban una sirena y su cola la venderían casi por dos millones de yenes.
—¡Aquí! —Takeshi le hizo un gesto a Kaito, y juntos pusieron a la hermosa criatura en una mesa.
Ella no estaba muerta, los miraba impasible, resignada a su destino pero sin mostrar el más ligero rastro de amargura o tristeza. Las lágrimas de sirena eran un mito, numerosas leyendas circulaban en todos los continentes sobre su capacidad de sanación. Pero hacer llorar a una sirena era harto improbable. Eran igual de frías que las aguas del océano que habitaban.
Takeshi que se había dejado los miramientos hace tiempo en casa, cogió el cuchillo más grande y cortó limpiamente la aleta de la sirena. Ésta puso ojos de sorpresa. Kaito no dejaba de observarla, pero ella no soltó ni el más mínimo grito.
—Es un alivio que no puedan hablar y gritar fuera del mar, ¿eh? —comentó Takeshi satisfecho―. Anda, chico, ve a por cajas con hielos. Queremos que siga fresca.
Cuando volvió Kaito, la sirena estaba con los ojos cerrados y casi sin cola. Takeshi era rápido y ya tenía apalabradas todas las porciones de la cola, que iban especialmente dirigidos a clientes con los restaurantes más exclusivos. Y no sólo de Japón, también de distintas partes del mundo.
—¿Ha muerto? —preguntó Kaito.
—¿A quién le importa? —le contestó secamente.
La aleta y la última parte de la cola iban destinadas a un gran grupo cosmético. Lo único que se desaprovechaba era el tronco. Su belleza era incomparable. Era etérea y delicada. Kaito sabía que no tenía que procesar ningún tipo de sentimiento hacia ellas. Eran animales, vivían en el mar. Takeshi no paraba de repetirle que no se dejara engañar por sus ojos y su larga melena, que así era como gran parte de los marineros habían muerto ahogados en sus brazos. Le apartó un mechón de pelo de la cara y abrió los ojos súbitamente. Mantuvo el contacto visual, realmente la escena era grotesca, verla con su cara de muñeca y lo poco que quedaba de cola ensangrentada. Mientras, los pescadores pasaban a su alrededor como si fuera la escena más normal del mundo.
—¡Espabila! —Una colleja le sobresaltó rompiendo el hechizo—. Que te quedas embobado, anda vete a llevar las cajas. Lo que queda de ella es para las Señoras, que se ocupan de su cabello.
—Pero… —Kaito estaba aturdido y no podía dejar de mirarla.
—¡Es un pez! Un híbrido hermoso y repulsivo a la vez.
Takeshi alzó el cuchillo que aún tenía en la mano y lo dejo caer sobre su blanco cuello. Kaito desvío la mirada y se alejó de allí.
—¿Qué has hecho? Has desperdiciado centímetros de cabello, ¿por qué las has cortado el cuello? Es que no sabes… —Kaito oyó como otro pescador experimentado regañaba a Takeshi mientras él corría con el cajón entre las manos.
Estaba amaneciendo y todos preparaban las furgonetas y los camiones. Kaito dejó el cajón donde los demás y miró el cielo sin saber por qué le había afectado tanto si era sólo un pez, aunque los ecologistas pensaran lo contrario. Quizá era porque, en el fondo, Kaito estaba de acuerdo con ellos.
La noticia había entristecido a toda la comunidad. La pregunta era por qué las cazaban. La respuesta de Yanira era simple y llana: ella sabía que no era para comer, sino por placer, por gusto. Lo notaba. No eran humanos hambrientos. Eso despertaba el sentimiento de venganza arraigado en su interior desde que mataron a su descendiente cuando era prácticamente una niña.
Por ello estaba organizando las represalias. Contaban con tiempo. Cuando capturaban a una tardaban varios días en regresar. Pero se tenían que dejar ver. Tenían que morder el anzuelo. Irían todas, hundirían el barco.
Kaito estaba en tensión. Les había parecido ver una cola de sirena a cuatro nudos de donde se encontraban. Y ahora estaban casi detenidos esperando una señal, cualquier mínimo movimiento. Con los focos apuntando las oscuras aguas del Pacífico.
En sus cascos sonaba One a todo volumen. Tenían que llevarlos para impedir que les hipnotizaran con su dulce canto. Algo que habían aprendido por el siempre y eficaz ensayo-error, ya que muchos pescadores fueron ahogados por acercarse demasiado al agua. Con lo cual sólo tenía la vista.
Sus compañeros estaban igual de quietos que él. Takeshi esperaba dar órdenes en cuanto viera el más mínimo indicio. De momento nada, aunque sentía que estaban ahí abajo. Una luz le sorprendió. Levantó la vista del océano. La luz procedía de otro barco que les hacía señas con el foco.
Takeshi había acertado una vez más en sus predicciones. Llevaban casi un mes sin salir a cazar sirenas y aún así tenían a los grupos ecologistas y de protección de animales pegado a sus talones. Al parecer, literalmente. Takeshi quedó sorprendido al verlos, pero luego se echó a reír. Estaban con un megáfono y vio que tenían un intérprete y traductor. Ingenuos. No tenían ningún tipo de protección.
Los compañeros de Kaito le imitaron y a él le contagiaron la risa. Si realmente esa noche había sirenas, iban a morir por salvarlas. Qué ironía. Kaito los miró fijamente y vio que uno se acercaba peligrosamente al borde. Ocurrió tan rápido que la única demostración de que era cierto era la inexistencia del cuerpo que antes había estado allí apoyado. Eran ellas, estaban ahí abajo y estaban cantando. Kaito quería quitarse los cascos, seguro que su canción era preciosa y seductora. Pero no sería más que una imprudencia, y no quería morir.
Takeshi y el resto rieron con más fuerza al ver que a la tripulación de los ecologistas se los tragaba el mar y no los soltaba.
—Preparad los arpones y las redes. Nadan muy cerca y saltan para atraparlos, alguna caerá —gritó Takeshi, intentando hacerse oír por encima del ruido y de los cascos atronadores.
Kaito tenía un mal presentimiento. Las dos sirenas que había cazado las habían sorprendido en un grupo pequeño, seguramente porque ellas mismas buscaban algún pez que comer. Pero esto era distinto. Vio a varias saltar por la cubierta de los ecologistas y por la suya propia. Llegaban dando impresionantes piruetas, y luego se arrastraban por el suelo con asombrosa agilidad, agarrando a los hombres desorientados por las canciones con violencia. Ellos no estaban aturdidos, así que el único modo que tenían de atraparles era cogiéndolos por la fuerza y de frente. Kaito agarraba el arpón con firmeza, preparado para enfrentarse a las criaturas del mar. Entonces notó un soplo de aire en el cogote y a la par dejó de oír la canción de Metallica. Ahora oía los chapoteos y una suave melodía cautivadora. “Oh, no”.
Se tapó las orejas con las manos, tirando el arpón sobre la cubierta, pero no sirvió de nada. Oía esa canción, le gustaba esa canción, ¿de dónde procedía? Se golpeó la cabeza para reaccionar, como quien se sacude histéricamente un insecto. Otros hacían lo mismo, les habían quitado los cascos a todos.
—¡Tengo a una! —gritó un hombre. No le dio tiempo a decir nada más. Al sujetar la red fue arrastrado hacia el océano violentamente, sin remisión ni resistencia.
Kaito luchaba consigo mismo. La cubierta era un caos, varios hombres corrían, Takeshi vociferaba órdenes sin resultado alguno. Él lo único que quería era esconderse en el camarote hasta que se fueran, pero esa música… Notó que en sus pies había agua, ¿estaban hundiendo el barco? Le daba igual, solo quería llegar hasta la que emitía esas notas tan armoniosas. Estaba apoyado en la barandilla del barco, y se moría por tocar el agua con sus dedos. Se sentía feliz, era el sonido más bonito del mundo. Unas manos le agarraron y tiraron de él. Kaito veía todo a cámara lenta. La sirena que le sujetaba tenía el pelo casi naranja y flotaba sobre su cabeza enmarcando una cara dulce de piel delicada y blanca, que le miraba con unos ojos verdes que eran como un faro en ese océano oscuro. Le cantaba, le estaba cantando a él, era tan bonito… Su cuerpo flotaba y se vio a si mismo bailando con aquella sirena que cantaba como los ángeles. Hasta que no le quedó una gota de oxigeno en sus pulmones y todo se volvió negro.
Relato incluido en el Nº12 de Ánima Barda
0 comentarios:
Publicar un comentario